OTRA VEZ ANDRÉS

Andrés cerró la puerta del baño y se dirigió con paso lento hacia el sillón. Se sentó más bien en el borde y echó un vistazo rápido a la tele: seguía la misma película. Se cebó un mate, aburrido. A veces le daba la impresión de que no tenía sentido seguir pagando los canales porno. Tal vez se estuviese poniendo viejo o sólo un poco más sentimental, pero tenía la sospecha de que ya no eran como antes. Miraba la pantalla con la misma indiferencia con que podría ver un documental, mientras pensaba que si él fuese el director haría algo por mejorar los hilos argumentales. Claro que a la mayoría de las personas eso no les importaba, pero ya que hacen una película sería bueno que tenga una mínima coherencia. Al menos esa era su opinión. Se dio cuenta de que se le había rebalsado el mate y estaba mojando toda la mesa. Apoyó el termo y se quedó observando el agua. Había algo extraño en toda la situación, sólo que no conseguía descifrar qué era. Levantó su cuaderno de notas y lo sacudió un poco. Empapado. Iba a tener que separar hoja por hoja y pasarle el secador si quería recuperarlo. Sintió que algo le perforaba el pecho, pero se palpó y no había sangre. Se puso de pie y, todavía confundido, se dirigió hacia la cocina en busca de un trapo. Volvió al comedor, se volvió a sentar y secó, lento y callado, mientras trataba de descubrir qué pasaba. La mujer en la pantalla gritaba cada vez más fuerte. Andrés lamentó que sufriera tanto. Se dijo que tenía que estar atento. Se recostó y apoyó la cabeza en el brazo del sillón, apenas un segundo. No pensaba, sólo hacía. Se incorporó, fue al baño y se miró al espejo. Volvió al comedor. Parecía como si la mujer hubiese estado en la misma posición y haciendo los mismos ruidos toda su vida. Era desgarrador. Andrés se sentó, se recostó y apoyó la cabeza en el brazo del sillón. Su mente se había vaciado de conceptos, sólo tenía tristeza y miedo. Se incorporó, fue al baño y se miró al espejo. Volvió al comedor y se sentó otra vez. Ahora la cara de la mujer no se veía, pero igual podía escuchar cómo gritaba. Andrés se recostó y apoyó la cabeza en el brazo del sillón. Le salía agua de los ojos. Inevitablemente se incorporó, fue al baño y se miró al espejo. Volvió al comedor. Se sentó, se recostó y apoyó la cabeza en el brazo del sillón. Mientras se incorporaba se dio cuenta de que venía repitiendo las mismas dos o tres acciones. Se había convertido en una especie de marioneta de hilos invisibles manejada por una máquina. Estaba atrapado en un ciclo eterno, al igual que la pobre mujer de la pantalla. Mientras caminaba hacia el baño pensó que si sólo pudiese interponer una acción diferente entre las que no podía impedir, entonces tal vez pudiera salvarse, pero tenía que hacerlo disimuladamente, como por accidente. Se miró en el espejo del baño y giró sobre sí para regresar al comedor. Algo mínimo, pegar un saltito, algo... pero no podía. Caminó como un autómata por el pasillo hasta el comedor y se volvió a sentar. Se recostó y apoyó la cabeza en el brazo del sillón. Si tan sólo sonara el teléfono tendría que atenderlo. Tal vez eso pudiera ayudar y ya deberían ser cerca de las diez de la noche, el horario en que lo llamaba Melisa todos los días para chequear que estuviera bien. Ojalá hoy no se olvide, pensó Andrés. De repente ya no se sentía tan solo en su lucha. Si Melisa lo llamaba iba a poder estar seguro de que ella estaba de su lado. Mientras se incorporaba, desvió la mirada hacia la mesa. Si pudiera encontrar la forma de agarrar el mate, el termo, el cuaderno, alguna acción mínima... pero ya no controlaba su cuerpo. Pensó que al menos podía controlar sus pensamientos. Mientras caminaba al baño trató de calcular cuánto hacía que la mujer estaba gritando: probablemente toda su vida. Si no lograba cortar con las repeticiones iba a sufrir igual que ella. Se miró al espejo del baño: si tan sólo pudiera hacer una mueca, por más pequeña que fuese, frente a su reflejo, tal vez... Pero ya caminaba de regreso al comedor. Pensó qué pasaría cuando tuviese hambre. Se sentó, se recostó y sonó el teléfono. Apoyó la cabeza en el brazo del sillón y se incorporó. Era su oportunidad, pensó por un instante que Melisa lo había salvado. Empezó a caminar para el baño. ¿Qué iba a pasar cuando tuviese sueño? Se miró al espejo y emprendió el regreso al comedor. El teléfono seguía sonando. Pensó desesperado que antes de sentarse iba a atender el teléfono. Llegó, se sentó y se recostó, apoyó la cabeza en el brazo del sillón. Le seguía cayendo agua de los ojos y algo volvía a herirle el pecho, sólo que esta vez no podía palparse para ver si tenía sangre. Decidió hacerse el distraído y en el momento menos esperado, atender el teléfono. Se incorporó, caminó hacia el baño y se miró al espejo. Mientras siguiera sonando tenía posibilidad y Melisa era de volver a llamar cuando no la atendía. Volvió al comedor y se sentó. Se recostó y apoyó la cabeza en el brazo del sillón. El teléfono dejó de sonar. Repitió el ciclo varias veces a la espera de que volviera a sonar. Tal vez Melisa se había cansado, o tal vez hubiese un problema con el servicio, o tal vez Melisa no estuviese de su lado después de todo... la cuestión era que el ruido del teléfono no volvía a escucharse. Ya llevaba cuántas... ¿veinte?, ¿treinta?, ¿un millón de vueltas del comedor al baño, al comedor? Mientras se incorporaba, decidió concentrarse en una sola parte de su cuerpo. El brazo era el que más chances le daba. Con sólo hacer un movimiento brusco al incorporarse la próxima vez podría mover alguna de las cosas que estaban sobre la mesa. Soy mi brazo izquierdo, se dijo, porque el derecho era el que apoyaba en el respaldo del sillón cada vez que se ponía de pie. Se miró al espejo mientras seguía repitiéndose: “soy mi brazo izquierdo”. Llegó al comedor, se sentó y se recostó. Apoyó la cabeza en el brazo del sillón. “Soy mi brazo izquierdo”. Mientras se incorporaba logró mover bruscamente el brazo izquierdo, volcando el termo. Se quedó de pie. Quieto. Mirando la mesa, aliviado: lo había logrado. Era libre. A partir de ahora iba a tener que andar con más cuidado. Más atento que nunca. Levantó el termo que había quedado acostado y lo puso derecho. Se quedó observando el agua derramada. Había algo extraño en toda la situación, sólo que no conseguía descifrar qué era. Levantó su cuaderno de notas y lo sacudió un poco. Empapado. Iba a tener que separar hoja por hoja y pasarle el secador si quería recuperarlo.



Por Paula Manfredi




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